viernes, 18 de abril de 2014

Abtao, o como cruzar la cordillera del Piuché.

6 : 30 AM en El Chilcón y va a comenzar el viaje a Abtao. Junto con siete ex alumnos caminaremos hacia el Pacífico,  en busca de la desembocadura del Río Abtao, un paraje hermoso con un trayecto duro pero maravilloso desde el punto de vista de la biodiversidad.

Pero  ¿cómo llegamos aquí?

Varias reuniones de coordinación, casi todas virtuales en torno a feisbuc, dejaron en claro que deberíamos llevar una mochila lo más liviana posible y con todo lo necesario (lo que es, casi, un milagro): distribución de carpas, comidas, cartas para truco, artilugios de pesca y un cuanto hay  para hacer del viaje un placer (segundo milagro).

Decidimos salir de Castro a las 5 AM, un día de enero de 2013, lo que en buen chileno significa a las 5 : 30. La condición meteorológica pintaba bien, casi como una flor de espada, esa misma que tiene un 7, la pija y un 3. El único peligro, es que a veces la mejor mano no es la mejor. Bueno, pero no iba a llover y eso en Chiloé es casi siempre un milagro (el tercero). Por cierto, este viaje debería realizarse entre noviembre y marzo, otras épocas son muy frías, lluviosas, inciertas o todas las anteriores, por lo que no son recomendables.

Un amigo, Rodrigo , nos trasladó en camioneta hacia El Chilcón. Para llegar aquí, desde Castro se debe avanzar hacia el norte unos 4 kms. y apenas pasado el poblado de Llaullao  aparece una garita a la izquierda y se toma   un desvío hacia el oeste. La noche empezaba a ceder y la luz de los días posteriores al solsticio aparecía temprano. Continuamos por el  camino de ripio, en estado aceptable, por unos 12 kms. Los campos aptos para el pastoreo de vacunos verdeaban y, de cuando en cuando, dejaban ver algunas casas de diferente factura y  manchas de bosque, que en la medida que nos adentrábamos al poniente se volvía más presente, como antesala de la selva feroz que vendrá. Los viajeros vamos en franca conversa, algunos atrás de la camioneta, otros en la doble cabina, pero en realidad tema no falta. 

En los trechos finales pasamos un puente de unos 10 mts. y un portón rústico… tras este punto quedan unos 500 mts. en vehículo y se llega a la ribera de un río pequeño, de unos 15 mts. de ancho, que conocemos como El Chilcón. Este río se puede cruzar caminando, con el agua bajo la rodilla, a menos que precipite, lo que inclusive  podría impedir de frentón el vado, pues crece rápidamente con lluvias intensas.

Bueno, aquí estamos. ¿Quiénes son los viajeros? Guido, (26)  quien ya ha  ido varias veces. Los demás van por primera vez: Tata,  odontólogo, (30), Lalo (un año en la Universidad), Yuyín, Rizo, José Luis y Michelle (la única mujer), todos estos egresados hace poco de enseñanza media. Parece ser un buen grupo: provenimos del Liceo Galvarino Riveros de Castro, lo que nos da tema en común, incluso para el pelambre en ratos de ocio; al menos el ambiente es óptimo, y eso es esencial en este tipo de travesías. Nos despedimos de Rodrigo, y antes de que salga el sol iniciamos la marcha para intentar llegar en un día, lo que no siempre resulta. Creemos que en unas 11 ó 12 horas podemos estar en el Pacífico. . Hay rocío, cantan los pájaros, el aire fresco se respira por los poros… Es una extraña sensación de libertad, que aunque vivamos en un mundo tan pequeño como Chiloé, en lo cotidiano se pierde en el tráfago de una vida cada vez  más vertiginosa. 

Cruzamos  el río en pleno estiaje, algunos descalzos, otros con zapatos y, en seguida,  continuamos  por un camino apto para un vehículo 4x4 poderoso, lo que podría ahorrar 3 horas de camino. De lo contrario, tal como nosotros, no queda alternativa más saludable que caminar. La primera hora y media es en ascenso franco, agotador. Nos queda claro que subimos los faldeos de la cordillera costera o del   Piuché, con un paisaje que combina campos de cultivo un tanto  precarios, con bosques impresionantes. A mitad del ascenso   llegamos a las casas de los Nonque, los únicos habitantes del sector; ellos son muy amables, además de conocer el territorio como nadie. Don José lo ha recorrido desde hace 40 años al menos  y don Carlos, más joven, ha permanecido casi  toda su vida allí.  Nadie más mora en todo el resto del trayecto, al menos ningún humano.

No se han levantado los Nonque. Pasamos junto a sus casas, mientras un par de perros ladran afanosamente;   continuamos el ascenso por una hora más, lo que agota las fuerzas de varios y, sobre todo pone a prueba la paciencia de los viajeros. Luego el camino se vuelve un poco más suave (por decirlo de manera optimista) y  sigue entre subidas y descensos relativamente menores. Prácticamente al terminar este tramo, se presenta una bifurcación. Se debe continuar derecho (No tomar el desvío a la derecha) y finalizará el camino de roca y ripio. En seguida, el paisaje camba e ingresamos por un sendero estrecho, apenas marcado en el suelo, entre pastos y matorrales. En realidad, es difícil perderse en el camino a Abtao. Si en algún momento desaparece la huella se debe mirar con mayor atención y en ningún caso intentar hacer camino.  En general la ruta está marcada y, a veces, aparecen unas cintas naranjas o blancas atadas a los árboles que también ayudan a guiarse.

Ya han pasado más de tres horas y ha salido el sol. El cansancio también deja su marca. Algunos altos en el camino, como para recuperarse, se vuelven necesarios. Los pastos altos dejan paso a un bosque menudo, como de renoval, y el camino avanza entre conversaciones y algún lamento esporádico. Pronto se escucha el río Bonito, que entiendo es el Abtao. Se cruza por un puente de madera bastante firme. La foto de rigor no puede faltar, y de pronto una especie de mugido o bramido nos estremece. “Quizás fue el tronar del río” dice alguien… “Hay una cascada más abajo, creo” agregué. Quedamos tranquilos, aunque por un segundo pareció como si un bagual nos acechara.


Continuamos el sendero una  media hora más y aparecen los alerces. Una maravilla. La especie más longeva de Chile se levanta fuerte sobre la roca misma, como si la falta de suelo  fuese un alimento para su férreo desarrollo. Entonces llegamos a un precario refugio, al que llamamos “Los Gringos”, pues otrora servía de base de investigaciones a científicos chilenos y extranjeros. En esos tiempos la construcción era excelente, hoy no tiene puertas, ni colchones ni estufa.

Allí comemos algo, sobre todo pan y dulces. Reviso el estado de la tropa: son jóvenes y no demuestran cansancio mayor. Las zapatillas de Guido, precarias imitaciones de las Tigre, sobreviven a otro viaje. Michelle se ve bien, sin muestra de agotamiento; Tata se ve amable con ella. Los demás hacen gala de bromas y chistes. Hasta que Yuyin menciona que escuchó otro bramido, pero no le creemos… es mentiroso como él sólo, dice la mayoría.

Debe ser cerca de 10 : 30 AM, cuando emprendemos el caminar nuevamente. El sol ya pega fuerte. Recomiendo cargar las botellas con agua, pues en unas 3 horas no encontraremos nada con que saciar la sed. Casi todos llenan botellas de medio litro de mineral y continúan hacia el oeste, en un trecho que en realidad serpentea entre los cerros cordilleranos.

Al final se queda Guido, alivianando el cuerpo mediante el necesario proceso de micción, cuando se siente el bramido como un trueno; aún así se siente lejano, pero nos preocupamos, porque al parecer está delante. Al alcanzar a los demás, nos preguntan por el ruido reciente, y , entre risas, hablamos de un trueno que anuncia una tormenta tropical.

Esta parte del trayecto es un bosque hermoso. En realidad, yo creo que todos los bosques lo son. Pero este es muy hermoso. Aquí está el bosque de alerces grande, como columnas alcanzando el celeste, perfectas, paralelas, inexplicables; con sus cortezas sueltas, como una vedet que se desnuda lentamente, eso sí, en tiempos de alerce, centenarios. Y entre ellos, los coicopihues, con sus flores pequeñas, como un copihue pero en modo chilote, más amable y dulce que el chileno. En realidad, existen muchos otros árboles, plantas, raíces y barros, mas el colorado alerce se lleva las miradas.

En unas 2 horas y media (quizás un poquito más) se llegará al siguiente alto: el Refugio de la Zapatilla. El continuo ascenso y descenso sobre una superficie irregular de raíces. lodo y piedras nos lleva al borde del agotamiento. Se conversa poco y hemos olvidado los siniestros bramidos de hace unas horas.

Este nuevo refugio es, en verdad, casi un finado. Quedan paredes y techo que se gotea por montones, un fogón mal establecido sobre un suelo muy húmedo. No es recomendable pernoctar allí, pero tampoco hay más lugares donde dormir en sus alrededores. Pasa un riachuelo necesario para rellenar las botellas; el agua tiene un ligero tinte rojizo, creo que por el tepú. Sin embargo es exquisita, tanto por su sabor como por la necesidad.

Aquí descansamos un rato... como siempre en la marcha la cordada se desgrana y cada uno camina a su ritmo. Algunos llegan antes y esperan en el punto de encuentro a los más cansados. Siempre que viajo en grupo, planifico los descansos para evitar que alguien se pierda o se que de muy atrás.

Cantó un chucao por la siniestra, con su entonación mágica que retumba en todo el bosque. La onomatopeya se percibe nítida, sin modernidades que interrumpan su sonoridad. Pero entonces otro canto, desconocido, resuena cerca. Como una bauda, que en el crepúsculo lanza su aviesa sonoridad. Pero las baudas no habitan lejos de la costa. Algunos parecen no prestarle atención, pero igual veo rostros extrañados. Mejor continuamos...

El camino prosigue, quedan pocas fuerzas y mucho cerro. Pero a esto vinimos, así que a caminar. En 15 minutos subimos a La Ventana, un mini alto obligado: por primera vez se ve con claridad meridiana el océano. Y todo es inmenso, casi infinito. El mar, el cielo y por cierto, la selva. Toda la tierra son bosques incontables entre quebradas magníficas. A la derecha (norte) las Tetas de Metalqui, dos cerros siliconizados de casi 900 mts. de altura, la mayor elevación de Chiloé. No es el Everest, el Aconcagua, ni siquiera el Corcovado... pero allí están, sosteniendo millones de seres en un mundo prístino.



Desde La Ventana "se baja" al océano, entre comillas se baja, porque en realidad existen varios ascensos en medio aún. Alrededor de cinco horas dura el trayecto hasta bajar a la playa, en medio de bosques que cambian continuamente de fisonomía. El sendero estrecho, lleno de raíces, barro o rocas que forman peldaños enormes o pasillos angostos, sólo agrega dificultad al cansancio que se ha acumulado por las horas de maltrato. La mochila a estas alturas parece una roca de Sísifo y se agradece a las piernas o a la voluntad el seguir adelante. Los viajeros ahora entienden plenamente porque se insiste tanto en el equipaje preciso y la comida exacta. Las conversaciones son mínimas, alguna broma y  de cuando en cuando una mención a los extraños cánticos de la parada reciente.